Presenciamos el debate entre dos facciones que se disputan el poder. Sus argumentos son similares y su nivel de argumentación es pobrísimo: unos son los buenos, otros son los malos; las cosas está mejor con unos y no con sus adversarios. No hay términos medios, todos son demócratas o todos autoritarios. La discusión sobre el Instituto Nacional Electoral y alrededor del Plan B son la punta del iceberg, pero demuestran una constante: se ha perdido la capacidad de discutir y de negociar entre las fuerzas políticas. De cordialidad ni hablamos: se han perdido las formas.

El presidente optó desde un inicio, y casi puede decirse desde hace 18 años, en no sentarse a la mesa de los mismos políticos a los que criticaba. No con todos: con Bartlett o Ebrard -dos salinistas renombrados- no tiene empacho. Sus adversarios, por su parte, realizaban un ejercicio de señalamiento constante de que la llegada de Andrés Manuel López Obrador al poder sería un desastre para la nación, mientras celebraban acuerdos en los que ratificaban las mismas políticas impuestas desde hace 40 años que no han dado resultado y que han profundizado las desigualdades en el país.

En este contexto, ahora parece que todo lo anterior Andrés Manuel López Obrador era democracia pura y dura -de acuerdo con sus críticos-, o todo lo que ha elaborado López Obrador es bueno para el país y trae progreso -de acuerdo a sus seguidores-. Ni en uno ni en otro bando se escuchan autocriticas: no se asumen responsabilidades ni se reconocen errores.

El centro se ha perdido y se da paso a la política de los extremos, la política donde se confunde el PRI el PAN y el PRD, donde Morena se asume con calidad moral, y dónde todos asumen que tienen el único discurso democrático, aunque ni unos ni otros atraen a las mayorías ni convencen con argumentos sin descalificaciones. Alguno de los dos bandos se equivoca o ambos necesitan demasiados matices. Ninguno lo reconoce.

La oposición decidió formar una alianza para atacar a un enemigo en común que los amenazaba en las urnas, pero, sobre todo, anunciaba un cambio de élites. Ninguno lo dice: presenciamos una disputa de las élites que se recomponen en el país, lo que trae consigo dos cuestiones importantes: las instituciones creadas por las élites que gobernaban en el país hasta hace tres años se aferran a subsistir -algunas funcionan de manera decente- y existen pilares inamovibles para las élites en disputa. La élite que ahora gobierna pretende imponer nuevas instituciones y destruir las instituciones anteriores, bajo el argumento de que no son democráticas y las que ellos proponen y quieren establecer sí los son. La realidad es mucho más compleja, porque ni unos ni otros explican cómo estas instituciones servirán para garantizar mayor democracia y mayor combate a la desigualdad. Ni la oposición ni López Obrador ofrecen análisis y soluciones; solo ofrecen defensa o ataque, conservar o destruir, aferrarse a lo anterior o proponer algo nuevo, sin precisar métodos ni plazos, esperando que se crea ciegamente en su propuesta para tener un país más democrático e igualitario.

La milicia juega un papel trascendental en esta lucha, porque es la gran ganadora y a ella no se le tocará. El ejército y la marina son los pilares sobre los que obradoristas y oposición han decidido construir el Estado moderno mexicano. Tal vez no se haya registrado esta tragedia de forma tan puntual o se haya divulgado sus consecuencias de manera importante, pero lo cierto es que al ser el ejército y la Marina los pilares de este Estado mexicano, sus funciones abarcan cada vez más ámbitos, no solo en cuestiones de seguridad nacional, sino en cuestiones gubernamentales en las que claramente participan y que tratan de esconder del escrutinio público. Para ello cuentan con las instituciones de las élites de uno y otro bando: por ejemplo, la Suprema Corte valida la militarización y rehuye el debate sobre el acceso público a datos esenciales que permitirían entender los yerros estratégicos de los militares en la lucha contra el narcotráfico. El silencio de la corte defiende a la milicia.

Obradoristas y oposición sólo ofrecen un cambio en la élite gobernante, sin que ello se traduzca en un cambio democrático para el país. Así será el 2024: una nueva cara para que todo siga igual. No está demás decir que las expectativas eran altas con la llegada de López Obrador al poder, pero el mantenimiento de prácticas priistas, la negativa a emprender ciertas reformas y el acercamiento con grupos ultraconservadores (como el caso del PES o del partido verde ecologista de México) dejan en claro que el pasado atrapó al Movimiento de Regeneración Nacional, porque le ha sido imposible separarse de prácticas totalmente antidemocráticas: la idea del partido-Estado, la unción de un candidato, el acercamiento con los sindicatos para controlarlos, la ausencia de una reforma fiscal de gran calado, el coqueteo y constante financiamiento burdo a las televisoras y a los medios de comunicación, que hace dudosa cualquier justificación de entendimiento de la nueva política y los nuevos tiempos en los que gobierna López Obrador.

Unos u otros pueden clamar victoria en esta guerra elitista, pero de ninguna manera eso significa un mayor desarrollo para el país.

El camino escogido por Calderón, seguido por Peña Nieto y consolidado por López Obrador, tiene a la militarización como eje innegable, y en la política del enemigo otro de sus pilares discursivos, lo que se traduce en gastos faraónicos en seguridad nacional que no dan resultados, y en una visión elitista y de poca cooperación entre las fuerzas políticas, que se odian porque quieren lo mismo. El presupuesto es para los militares y para que el gobierno siga ofreciendo los servicios mínimos que mantienen la justificación de su existencia, pero de ninguna manera el dinero invertido por el gobierno permitirá una consolidación democrática del país o una superación de los males endémicos (corrupción y desigualdad).

La disputa es por migajas democráticas: instituciones, plazas, organismos donde las élites se aferran a conservarlos o a asaltarlos. Los ciudadanos importan poco: si ellos se benefician accidentalmente de lo que sucede en esa lucha, les tiene sin preocupación a los bandos encontrados. Las élites luchan y critican al enemigo: sólo miran a los ciudadanos para pedir su aprobación y tener una fachada democrática que los ayude a subsistir con cierto decoro traducido en apoyo de la ciudadanía. La realidad es que ni obradoristas ni opositores tienen cartas que sean atractivas para el ciudadano mexicano y que permitan una transformación democrática del país. Es una lucha discursiva, sorda; una lucha por dinero y poder. Arcaica; vulgar; aunque unos y otros lo nieguen, y se asuman como demócratas.

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