La crisis del PAN no tiene su origen en Ricardo Anaya o en la Presidencia de Calderón o de Fox. El PAN decidió ser un partido diferente después de la elección de 1988, porque pensó que la alianza con su contrincante más perverso le beneficiaba. Prefirió el poder y olvidó la coherencia. Su crisis de hoy es retrato de esa decisión.

Por eso, no es extraño que haya pactado tantos nombramientos, acuerdos, leyes y reformas con el PRI durante las últimas tres décadas, acuerdos que pocas veces significaron un beneficio para la ciudadanía en el largo plazo.

Aquella decisión posterior a 1988 –el poder justifica los medios- enfrenta y pone en crisis a un partido porque ansía el poder por el poder. Se ha convertido en partido donde un reducido número de senadores se alían con el PRI para beneficiarse o beneficiar a su grupo, por más que ello sea incoherente conforme a los intereses e ideología de su partido. No se trata de cualesquiera senadores. Todos ellos responden al grupo político de un expresidente que insiste en colocar a su esposa como candidata a la presidencia y que ha amenazado con abandonar el barco de Acción Nacional si sus deseos no se cumplen. Navegan con bandera de liberales, pero su cinismo los delata como negociadores por conveniencia propia.

Del otro lado no hay un estadista. Una serie de conservadores miopes impulsa la candidatura de un joven que es producto del sistema que actualmente gobierna al país. Un dirigente que no entiende que no entiende.

Anaya es alguien que se dice furibundo crítico del gobierno, pero estuvo dispuesto durante cinco años a cumplir cuanto capricho quisiera el gobierno; que critica a un dirigente de oposición por ser dueño de su partido, pero que no paró de aparecer en spots de su partido para posicionar su imagen; que critica la disidencia de sus compañeros de partido, pero que no dudó en borrarlos de toda discusión y decisión siempre que tuvo la oportunidad. No se trata de un director de orquesta, sino de un solista que confunde tonos y sonidos, pero que lo ignora. Que es títere del sistema, pero que cree que dirige una obra de teatro. Este año, sin ir más lejos, su candidata (suya y de nadie más) quedó en cuarto lugar en el Estado con mayor número de electores. Y su sonrisa falsa nunca desapareció. La noche de la elección se dijo ganador (no se sabe muy bien de qué), a pesar de que los números lo contradecían de manera fulminante. Sus intereses están por encima de toda coherencia, y por encima de su partido.

El problema de Acción Nacional no es, per se, la búsqueda del poder. Todo partido político lo busca por antonomasia. Pero el PAN ha preferido el poder sin importar los medios y sus bandos internos no distinguen si ello implica venderle el alma al diablo o fortalecer su partido. Y ahí radica su crisis: no saben qué hacer con el poder y su búsqueda los vuelve locos.

La crisis de Acción Nacional no es buena noticia para este país. Sería preferible ver a un partido de derecha que aglutinara preferencias y no que evitara la crítica; un partido que arrinconara al dinosaurio para transformar al país y no que lo acariciara para continuar sumiendo el barco; un partido de oposición en lo sustancial, y no un apéndice de una cultura de corrupción, oportunismo y decadencia.

Los integrantes de Acción Nacional tendrían que decidir entre alcanzar el poder con el PRI como aliado o alcanzarlo a partir del partido. Los nombres, en última instancia, son lo de menos. Si Acción Nacional alcanza el poder o sigue cogobernando con el PRI –preferentemente en el legislativo- logrará ganar la presidencia o algunos Estados, pero no acabará con el sistema priista de gobernar. Ese sistema en el que hay una moneda que lo puede todo: la corrupción y el voraz dispendio del presupuesto.

El sistema político mexicano no necesita más o menos partidos, sino partidos distintos y no parece que Acción Nacional quiera ser uno de ellos. No con estas mulas que aran el campo ruinoso de la derecha mexicana.

 

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