Para Alex y Miris; por sus nuevos pasos

El Estado mexicano se ha sacudido con la reforma energética. Los reformistas auguran un escenario de grandes beneficios económicos para el país, pero sus buenos deseos suenan poco realistas (como el mensaje sobreactuado de Peña Nieto en cadena nacional). Hay dos preguntas a las que siguen sin poder responder de forma clara: ¿Cuál será el impacto económico por dejar de tener el monopolio en materia energética? Y la más obvia, pero no menos importante, ¿Cuándo se harán palpables los beneficios de la reforma para el ciudadano mexicano?

Hay ganadores indudables con la reforma energética. El Presidente Peña Nieto ha obtenido un triunfo político importante al sacar adelante su agenda. Su apuesta fue ambiciosa y ha aprovechado una coyuntura de entreguismo sin oposición. El PRI y el PAN también ganan, porque vuelven a demostrar que las reformas que deciden impulsar las sacan adelante. Son dos partidos más cercanos de lo que sus fundadores imaginaron. Son dos caras de una misma moneda, en la que el lado priísta brilla y el lado panista sirve de comparsa, por más que quiera aparentar ser artífice de una reforma en la que la realidad lo muestra como el bufón del rey. 

La izquierda mexicana es la gran perdedora. El PRD se ha mostrado como un partido que puede alcanzar acuerdos con el PRI y el PAN y que no sabe cómo actuar cuando los temas delicados le dejan un papel secundario. Le cuesta asumir su papel de oposición. Es el partido ninguneado. No se opone, sino que negocia detrás de cámaras. Quiere aparentar ser una izquierda moderna, tan moderna que permite la aprobación de una reforma que trastoca el Estado mexicano. Esa izquierda moderna piensa que una consulta popular echará abajo la reforma, pero no se ha planteado de manera seria el escenario en el que la Suprema Corte no permita realizar la consulta o que la misma no resulte a su favor. ¿Qué hará entonces? ¿Cuál será su discurso? ¿Cuál su excusa? Culparán a la Corte de avalar los cambios gubernamentales, cuando en tribuna no supieron defender los intereses de una buena parte de la población que no está de acuerdo con esta reforma y, sobre todo, con la manera en que se realizó. Su poca resistencia legislativa los condena. Callaron más de lo que protestaron. Sólo su silencio y sus acuerdos con la Presidencia hicieron posible este escenario. Se dejaron seducir y ahora su indignación no es suficiente. Consintieron, rieron, negociaron y auparon el ánimo reformista de un presidente que supo cómo cooptarlos. Ni falta hace mencionar la forma cómo lo logró. 

Del Partido del Trabajo, Morena y Movimiento Ciudadano poco se puede decir. Su oposición la centraron en la reforma constitucional en materia energética y perdieron. Hoy sólo denunciaron, aunque llama la atención el papel de Andrés Manuel López Obrador. Sus seguidores afirman que después de la reforma constitucional en materia energética poco se podía hacer y que prefieren centrar su atención en una consulta que no se sabe si se llevará a cabo. Lo mínimo que puede decirse es que su actitud fue “extraña”. Pero no habrá que minimizar su estrategia, aunque es demasiado peligrosa, al igual que la del PRD (con el entreguismo del partido del sol azteca como diferencia). Las dos izquierdas buscan sacar adelante la consulta popular para echar abajo la reforma energética. ¿Por qué no van unidas? La razón es electoral: buscan sacar una ventaja política de una consulta necesaria y deseable, pero que en la división de la izquierda muestra lo alejado que están los partidos políticos de la ciudadanía. Les importa el tema electoral, más allá de la reforma misma. 

Por último, el ciudadano ha sido el gran ausente en la “discusión” y aprobación de la reforma energética. Si Lázaro Cárdenas involucró a todo el país para lograr la expropiación de la industria petrolera, el gobierno de Peña Nieto ha dado pie a un cambio constitucional a partir del consenso de las élites. Esa es la gran diferencia entre los pasos de estadista del “Tata” y los pasos de incertidumbre democrática que ha liderado Peña Nieto. Pocos ciudadanos sabían qué se discutía (en concreto) y cuáles podrían ser las consecuencias de la aventura de Peña. Si en el proceso cardenista hubo inclusión, en el peñista hubo exclusión, sigilo, se escondió la iniciativa hasta último momento y en una discusión exprés se aprobó en cuestión de semanas un cambio legal de consecuencias mayúsculas. No hay y no hubo una razón válida para esa falta de transparencia. Una reforma tan importante debió discutirse transmitiendo al ciudadano lo que se pretendía e infundiéndole confianza. En su lugar, se privilegió el acuerdo cupular y las fotos en Palacio Nacional. Peña salió a dar un mensaje esta noche y el ciudadano no sabe la esencia de la reforma. Ha dominado el mensaje y no el contenido.

El proceso de aprobación de la reforma peñista es mucho más parecido a la privatización impulsada por Carlos Salinas. Dos décadas después, podemos decir que Carlos Slim se benefició de ese proceso privatizador, pero que al ciudadano mexicano no se ha visto beneficiado con un servicio de telefonía más barato y de mejor calidad. Eso mismo puede pasar con la reforma energética, porque puede conducir a la formación de un monopolio privado liderado por empresas transnacionales. Un monopolio con las grandes petroleras controlando el negocio y beneficiando a algunos empresarios y políticos (eso se da por descontado). Las condiciones son favorables para quienes pueden sacar provecho salvaje de estas circunstancias, tanto que no tendrán que cargar con los pasivos laborales de Pemex. El mensaje es claro: para los nuevos actores habrá ganancias y sólo ganancias. El éxito está asegurado. Además, y porque así lo afirmó el Director de Petróleos Mexicanos, Pemex cederá el papel de amo y señor a la transnacionales en la extracción de aguas profundas. Un dato es revelador: se trata de la parte más rentable de todo el negocio. Nosotros pagaremos deudas y nos quedaremos con la extracción menos rentable. El acuerdo de élites nos ha llevado a este punto de desventaja para la ciudadanía y para el Estado. Se trata de un acuerdo más salinista que cardenista; más partidista y menos estadista. Un acuerdo de élites, que no popular.

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