Reforma política, la cirugía
El Instituto Federal Electoral (ahora INE) tenía un problema de legitimidad. Su problema no era relativo a su estructura, sino a su partidización, a la dudosa legalidad de sus resoluciones (basta ver la cantidad de revocaciones que le ha propinado el Tribunal Electoral) y a la actuación de muchos de sus consejeros. El Instituto puede cambiar de nombre, de integrantes del Consejo General, pero si los partidos siguen siendo los protagonistas y verdaderos mandamases al nombrar consejeros a modo, poco avance democrático habrá. Tarde o temprano, en un sexenio u otro, se caerá en el mismo ejercicio que inició con la selección del IFE de Luis Carlos Ugalde y que, si queremos verlo en términos teatrales, acabó con el voto del consejero García Ramírez exonerando al PRI de las acusaciones hechas durante la elección del 2012. La legalidad, a la que se ha apelado una y otra vez, a la que los partidos confían tanto, no sirve para limpiar las caras sucias cuando quien es juez también ha sido parte, y de eso se le acusa a algunos integrantes del IFE; tampoco sirve cuando la desconfianza es mayúscula y no sirve cuando se ha abandonado el espíritu que dio origen al IFE: su ciudadanización. Antes el problema era el PRI y ahora es el PRI y todos los partidos que intervienen en el manejo grosero, grotesco y penoso del nombramiento de consejeros. El resultado es que la legitimidad del Instituto sigue igual: extraviada.
A esa falta de legitimidad se suma un proceso centralizador en el que el nuevo INE podrá incluso atraer asuntos para fijar criterios de interpretación (una clara minusvaloración y desconocimiento de la función del Tribunal Electoral), pero no se vislumbra en el papel un ápice de cambio en relación a la intervención de los partidos políticos en el control del instituto. Si Amigos de Fox y el Pemex Gate fueron la vereda de fiscalización trazada por el IFE del 2000, hoy en día esa fiscalización y el consecuente control sobre los partidos políticos se traducen en procesos sin consecuencia legal y política alguna. El IFE es un león sin garras, sin dientes y sin melena, aunque ahora tendrá otro nombre.
Cierto es que la reforma política denota un cambio, pero no se trata de un cambio de fondo, porque los procedimientos de fiscalización y control del instituto hacia los partidos políticos seguirán siendo lentos, tortuosos y frustrantes. No hay indicios que permitan decir que el instituto será un actor que podrá proceder de forma expedita contra los partidos políticos. En parte, por ejemplo, porque se presta poca atención a los procesos internos de los partidos políticos, a la organización ciudadana para constituir asociaciones políticas o para postularse como candidatos independientes. Los cambios que ha habido en la constitución son un maquillaje, porque no permiten una participación auténtica de la sociedad civil y tampoco fortalecen a los partidos políticos como instituciones. Si los procesos internos de los partidos políticos, sus procedimientos de afiliación, el registro de sus militantes y sus procedimientos internos fueran cuidados de mejor manera, el ciudadano podría confiar en ellos y a su vez apoyar su fortalecimiento. Sólo habrá que recordar el encontronazo entre Beatriz Paredez y Madrazo, entre éste y Montiel, las mil elecciones fallidas del PRD o el penoso espectáculo panista de estos días para ilustrar lo que aquí se sostiene: la reforma no cambiará nada, porque nada ha cambiado al interior de los partidos y porque en la arena política y electoral los ciudadanos siguen siendo actores de tercera fila (los empresarios y los partidos se reparten las primeras dos). No hay un elementos que permita decir que el ciudadano participará de mejor forma con esta reforma. Es una oda al status quo, ahora más centralizador: un déjà vu setentero.
La reforma política que México necesita es la que acerque al ciudadano a la esfera electoral. La única forma de lograrlo es limpiar el cochinero de los partidos políticos (encarrilarlos en la legalidad deseada y en la financiación controlada) y garantizar que quien quiera participar lo pueda hacer dentro y fuera de los partidos políticos en condiciones de igualdad. De ello debería estar encargado un gobierno que no se dedique al maquillaje, sino a la transformación. En este sentido, el gobierno de Peña Nieto y los legisladores federales y locales (la clase política en su conjunto) han metido al Estado mexicano a una nueva cirugía en materia electoral: una cirugía estética, por supuesto.