A falta de abordar el tema con mayor profundidad, no debe dejarse pasar lo paradójico que ha sido el debate del matrimonio entre personas del mismo sexo en los Estados Unidos, justo en la semana santa para muchos países occidentales.
Encontramos una Suprema Corte que, amparada bajo el manto del federalismo, con toda seguridad se pronunciará de manera tibia. Puede ser en un sentido o en otro, pero más cómoda se sentiría al no tener que abordar este tipo de asuntos.
Los vuelcos en las encuestas que apoyan el matrimonio entre homosexuales y las décadas de lucha de este grupo tan desprotegido no le parecen razón suficiente.
Su ala conservadora se divide entre los que de forma clara exponen su rechazo y los que de forma tenue piden a gritos que se decida no decidir, bajo el argumento de que este no es el mejor momento (como si alguno lo fuera).
Finalmente, todo parece indicar que no dirán que las personas tienen derecho a casarse con alguien del mismo sexo, sino sólo se limitarán a decir que quienes estén casados tienen los mismos derechos, independientemente del sexo de su pareja.
Tratará de ser una decisión salomónica, pero en el fondo evidencia la timidez de muchos jueces al momento de dar un giro al reconocimiento y protección de los derechos de los grupos históricamente discriminados.
Se trata de una timidez ridícula.
El matrimonio es una institución económica, política, jurídica, social; su concepción como mero reflejo de perpetuación de la especia es ya no decimonónica, sino medieval.
En esas arenas se mueve la Corte de los Estados Unidos.
En esa duda entre decidir conforme la realidad social lo exige o aferrarse a un pasado que sólo los cortos de visión prefieren.
El debate, en sí mismo, es ya muestra de su conservadurismo.