Las leyes y la sociedad deben proteger a los más débiles. No existe otra opción para un mínimo desarrollo democrático: en la selva social, solo la apuesta por salvaguardar los derechos mínimos de los menos favorecidos puede dar como fruto una democracia. Esos débiles pueden ser muchos: pueden ser setenta millones de pobres que en este país son vistos por la clase política como estadísticas de las cuales se pueden extraer votos. Pueden ser los contribuyentes que tienen que aguantar los caprichos de un sistema tributario que condona miles de millones a oligarcas pero no perdona ciertos pesos a pequeñas empresas a las que asfixia.
Débiles son los migrantes porque son oprimidos por el gobierno de un país en el cual transitan o trabajan. Lo hacen porque sus opciones y su desesperación llegaron al límite: mueren de hambre, sus oportunidades de crecimiento y subsistencia en sus países son nulas y la esperanza de tener un futuro se presenta en forma de autoexilio hacia un país “desarrollado”. El camino es un un viaje que muchas veces incluye agresiones, violaciones y, en todos los casos, corrupción y extorsión.
Son los débiles más débiles: los esclavos del siglo XXI. No importa el país desarrollado del que se trate: los migrantes realizan siempre las labores más complicadas; casi siempre con salarios pírricos, tratos indignos, sin derechos labores y con una asimilación trágica que los equipara con delincuentes sin serlo.
Esa asimilación “migrantes-delincuentes” llevó a la muerte a cuarenta personas la semana pasada en un centro de detención en Ciudad Juárez. No había delito por el que debieran estar detenidos, pero así se encontraban: encerrados, sin acceso a agua potable, en condiciones infrahumanas.
La razón de todo esto es que el gobierno mexicano juega el papel de policía malo en temas de migración y el gobierno de los Estados Unidos aplaude sus acciones. Quieren que a Estados Unidos lleguen los migrantes, pero solo aquellos que continúen con el estatus de cuasi-esclavos: esos de los que el gobierno norteamericano no se entera que existen y que pasan por sus fronteras. Su labor es vital para la agricultura, los servicios de mantenimiento, los de limpieza y un sin fin de actividades en los Estados Unidos de América.
Lo que sucedió en ese centro de detención en Ciudad Juárez, en el que un incendió acabó con la vida de cuarenta personas, tendría que remover las consciencias de los habitantes de este país -como mínimo-, pero la indiferencia ante el horror es también un síntoma de un problema mayor: nuestra deshumanización y resignación ante un monstruo de corrupción, ilegalidad y arbitrariedad que un día nos comerá, y del cual seremos víctimas que preferimos la resignación antes que la crítica, la insumisión, y la lucha por cambiar la dinámica de horror en la que se encuentra nuestra sociedad.
Tal vez la educación sea la única salida: enseñar a los niños que esto no es normal, que no tiene que suceder, que en las democracias todos deben tener los mismos derechos y las mismas oportunidades y que nadie es un delincuente por su apariencia. Tal vez esa sea la única salida, porque esperar que el gobierno haga algo es demasiado inocente: no importa el logotipo que gobierne, todos evaden su responsabilidad con los más débiles; curiosamente: aquellos a quienes prometieron proteger.
Y esperar una movilización social por este drama de los más débiles tampoco es realista: nuestra deshumanización ha llegado al punto que miramos cadáveres de reojo. Tristemente, hemos normalizado el horror, incluso cuando trastoca a los más vulnerables: aquellos a quienes por humanidad, al menos por eso, no habría que señalar como delincuentes. En este país casi se justifica su detención. Y, por eso, parece “entenderse” lo que pasó en Ciudad Juárez. Nadie abrió el candado que los condenó a la muerte, aunque pocos entienden que no debían estar detenidos. Porque no son delincuentes, aunque esta sociedad los señale como tales. Son los más vulnerables: nuestro trato hacia ellos nos retrata como una sociedad racista, clasista y elitista. Poco democrática. Muy poco humana.