En un gran cuento, Funes el memorioso, Borges precisaba los rasgos de Ireneo Funes, quien era incapaz de olvidar, pero también de forjar ideas generales. Solo recordaba, ofrecía detalles; destellos del pasado. Referencias a aquello que existió y, por tanto, que se cree que es mejor.
En democracia sufrimos por tener demasiados Funes, quienes recuerdan las batallas pasadas, pero son incapaces de ofrecer una ruta de futuro.
Recordé a Funes escuchando a Claudio X., Alito y Marko Cortés, cuando ofrecen luchar por la democracia. ¿Qué democracia? ¿La que ellos formaron, pero donde floreció el crimen organizado? ¿La democracia donde las mujeres son violentadas y no encuentran justicia o protección por parte del Estado? ¿La democracia del hermano de Salinas, de Fox, de Slim, de Salinas Pliego, la de Azcárraga, la de Germán Larrea o la de Medina Mora? Ofrecen mirar al futuro sin asumir su culpa en el desastre.
Y del lado de Morena ni se diga. ¿en verdad celebran este régimen donde la milicia juega un papel central? ¿Un gobierno donde a las mujeres no se les ve ni se les oye? ¿Celebran el régimen de grandes triunfos electorales y escasos éxitos políticos?
Nadie se atreve a hacer un corte de caja, a asumir sus responsabilidades y a ofrecer pequeños pasos que generen cambios en el largo plazo. Son solo ofertas vacuas: no permitir que los otros vuelvan o continuar con su transformación y no volver al pasado, aunque él sea su única referencia
Populista era el sátrapa fallecido, de apellido Echeverría. Un populista, sí, pero sobre todo un autócrata. La diferencia no es menor: los autócratas se imponen con terror o son derrotados por la sociedad y las instituciones democráticas. En el camino dejan muerte, víctimas y un Estado disminuido. Su plan es ese: empequeñecer al Estado para que su imagen crezca. Su proyecto es maléfico; no son ineptos, sino ejecutores de un gobierno de mano dura y libertades disminuidas.
Por supuesto que todo aquel que no tiene mejor explicación termina señalando a algún personaje político como populista. Pero populista fue Obama, fue Churchill, de Gaulle o, en el caso mexicano, Lázaro Cárdenas. El problema esencial no es el populismo, sino el autoritarismo. El autócrata aspira a captar la atención, fijar la agenda, engrandecer su imagen, destruir las instituciones de la democracia; quiere ser el centro del poder y eliminar los contrapesos. Gobierna para eso.
El populismo atrae porque es una arista del juego democrático: el ofrecimiento de una esperanza, de un porvenir más próspero, alejado de los vicios de quienes han detentado el poder. Pero esa alquimia difícilmente perdura y es aún más complicado que tenga éxito social. Generalmente es derrotada por la democracia o se convierte en autoritarismo.
Esta semana Boris Johnson anunció que dejará de ser el primer ministro inglés, pero lo sorprendente no es su salida, sino que haya arribado. ¿cómo pudo un personaje tan burdo ocupar la misma silla que Winston Churchill? La respuesta está en las instituciones democráticas y en la clase política. Ni unas son tan buenas y no dudamos de la decadencia de la segunda. Muchas instituciones han encumbrado o son sinónimo -como se prefiera ver- de un sistema que produce pobreza y desigualdad. Algunas instituciones de la democracia han permitido la subsistencia de un régimen de desigualdad donde las mayorías sufren hambre y pobreza. Y esas mayorías, desprotegidas, olvidadas, menospreciadas, pueden llevar al poder a quien ofrece una opción que aparenta menos elitismo y más comprensión. Si se quiere evitar la catástrofe no hay otra opción: mejores instituciones y mejor clase política. Lo segundo depende mucho de lo primero.
El problema no son solo los Boris Johnson, los Kirchner o los López Obrador. El problema son los resultados de un sistema elitista que ofrece como solución continuar siéndolo. Volverán unos y se irán otros, pero si el sistema no ofrece algo mejor que la continuación de políticas de grandes éxitos macroeconómicos pero escasa trascendencia colectiva, de grandes monopolios y escasos derechos laborales, de grandes instituciones que no protegen al débil sino al poderoso, entonces el problema no es Johnson, Kirchner, López Obrador o el nombre al cual quieran ponerle el epíteto de populista.
La versión de democracia que ofrecen los opositores a esos populistas resulta ser la clave. Una democracia tan elitista tenderá a producir nuevos populistas, con el riesgo de que alguno de ellos sea un autócrata y entonces sean las libertades las que estén en riesgo. Quienes piensen que ellos son el mal y no la consecuencia de un sistema que debe mejorar, es que solo ven el fruto podrido, cuando el árbol del cual surgen está infectado; enfermo.
Solo miran al pasado como el destino del cual se tiene referencia. Son incapaces, como Funes, de ofrecer una idea general que mejore la situación actual. Son tan populistas como aquellos a quienes señalan. Tan incapaces como ellos.