Cecilia Monzón era su nombre. La asesinaron el sábado y todo indica que, en el mejor de los casos, detendrán a los sicarios que la ejecutaron, pero nadie espera que quien ordenó su asesinato sufra las consecuencias de su cobardía. El asesino intelectual se sabe impune.
La abrumadora mayoría de delitos no son juzgados ni sancionados en el país. No podemos esperar que, en el asesinato más escandaloso de los últimos meses en Puebla, los resultados sean distintos. Solo los ingenuos tienen esperanza y confían en el esclarecimiento de los hechos. Si son políticos quienes confían en el sistema de justicia, entonces son cínicos.
No se puede confiar: el sistema penal de este país, este gobierno y los anteriores, su corrupción y su ineficqcia, merecen poca confianza; los ciudadanos no encontramos respuestas en las fiscalías y en los tribunales; solo desdén y burocracia.
El presidente o el gobernador pueden salir a decir que este estado ha cambiado, que ya no es lo éramos, que la delincuencia ha disminuido, pero en el mejor de los casos son solo cifras para el ciudadano común. La realidad muestra un país, un estado, que lejos está de extirpar el mayor de sus males: la impunidad. Los discursos (de todos los políticos) señalan culpables, pero no se acompañan de procedimientos para sancionar a los responsables.
Por ejemplo, el peñismo (o los gobiernos de Moreno Valle, los Duarte, los Moreira o los Yunes) fue una época de dispendio, endeudamiento y contratos inflados. Sin embargo, ninguno de los beneficiarios de esos actos sufre las consecuencias de los delitos cometidos. Y eso alimenta la sensación de desesperanza.
La respuesta del gobierno es en el sentido contrario: mirar hacia adelante sin mirar al pasado que tanto dolor causó. La 4T tiene su talón de Aquiles en el pasado, justo donde encuentra la justificación de su existencia: no se cansa de señalar que la situación que padecemos es responsabilidad de los neoliberales que gobernaron el país, pero no sabemos quiénes son específicamente, qué hizo cada quién, cuánto robó cada uno, cuáles contratos amañaron o las obras que pagaron a un sobrecoste o que incluso pagaron sin que se hayan realizado. El discurso general no es suficiente en un país de cien mil desaparecidos y de cientos de miles de muertes. No basta con decir “es culpa de los neoliberales”. No se puede aceptar una respuesta así. Al menos por registro de una memoria histórica merecemos algo más que frases sueltas. El gobierno no ha querido atacar la impunidad porque no es fácil, porque implica cambiar las prácticas y señalar el camino adecuado para que las cosas no se repitan. Se ha preferido no enjuiciar a los culpables, darse la media vuelta y emprender un nuevo camino como si aquí no hubiese pasado nada, cuando el país está lleno de cadáveres; la 4T alimentó la impunidad, y las consecuencias las seguimos padeciendo.
Nada cambiará en este país mientras las leyes se violen y nada suceda. Desde la violación más insignificante hasta el asesinato más cobarde y artero. Justo el camino de sancionar a los responsables es el camino complicado, donde no cabe un fiscal que encarcela a la hija de su cuñada por una herencia o que se jacta de controlar a los ministros de la Corte. No basta con que el presidente crea que es suficiente con decir que le tiene fe al fiscal porque ellos ya no son como los otros. Pueden no serlo, pero dan los mismos resultados.
El asesinato de una mujer -otra vez- nos recuerda que esta historia no cambiará si no se respeta la ley y para ello hay que hacer el pequeño gran sacrificio de que eso incluya aquellas situaciones en las que nuestro patrimonio o nuestros intereses estén en juego. Ese es el respeto que nos debemos y ahí la situación nos compete como sociedad: la única forma de cambiar esta dinámica de muerte y desamparo es cumplir la ley y exigir que se cumpla. Y seguir exigiendo, a pesar de este panorama desolador. Seguir exigiendo.