La asamblea del PRI en la Cudad de México y la marcha supremacista, racista y fascista en Charlottesville, Virginia, tienen algo en común, además de haber sido noticia el fin de semana anterior: son muestra de un pasado que nunca nos dejó. Siempre estuvo allí y siempre listo para renacer en las dosis necesarias para infundir miedo. Es el futuro que no queríamos.
Por supuesto que los objetivos de uno y otro evento son diametralmente opuestos, pero prueban que las sociedades se reencuentran con sus demonios si éstos no se aniquilan a tiempo.
La asamblea del PRI es botón de muestra de un partido político mexicano, que resulta ser el partido que había dejado la presidencia hace diecisiete años. Sus integrantes no se reúnen para definir un rumbo, elegir a un líder u organizar a su instituto político. Se reúnen para confirmar que tiene poder y que van a ganar una nueva elección. El mensaje del PRI es claro: la fórmula ha funcionado y no tiene por qué dejar de hacerlo, por lo que está listo para pelear -igual que siempre- la presidencia en 2018. El problema es ese «igual que siempre», porque implica -y ahí lo replican todos los partidos- por encima de normas y autoridades electorales. El nuestro es un sistema que se reduce y se refleja en las elecciones: todo se vale en la lucha por el poder, incluso arrasar una transición democrática.
El partidazo no ha realizado un acto de contrición. No se ha preguntado qué ha hecho mal para tener a una decena de exgobernadores en capilla y algunos de ellos fugitivos o en procesos judiciales. El PRI ha vuelto a mandar el mensaje de que no importa el gobierno, sino las elecciones. Ganar el día de la jornada electoral no es lo importante, sino lo único. No tiene en cuenta si es por un margen ínfimo, si es con escándalos en Pemex, con sobornos brasileños, con socavones, con una elección de Estado en el Estado de México o con escándalos de Casas Blancas.
El quid del partido radica en que es una maquinaria electoral. Se entiende como un tanque para llenar urnas, no como la suma de voluntades para llevar a cabo un proyecto político. El PRI no es un filtro de las preferencias ciudadanas; es una marca y no representa a nadie: vende un producto electoral y si lo votan su labor está justificada. El PRI de hoy, el mismo de Calles, es un PRI que busca al tlatoani que lo lleve a buen puerto para ganar la elección que se avecina. La forma no importa. El nuevo PRI ya no es la dictadura perfecta, sino el acta de defunción de lo que fue un intento de democracia.
Y ahora parece que han elegido a un candidato que augura todo, menos un cambio. José Antonio Meade es el tapado no tan tapado, por el que se han abierto los candados del PRI y el partido se prepara para ungirlo como su nuevo mandamás. No importa cómo ha gobernado, los errores de sus administraciones o el hecho de que Meade haya sido multiusos en gobiernos panistas y priistas por igual. Lo trascendente es que Meade asegura una contienda con el monstruo de mil cabezas que se llama López Obrador. Y contienda es lo que quiere el PRI, porque sólo se entiende en la elección: el gobierno le atrae por la posibilidad de llenar los bolsillos, y la capacidad de enfrentar una nueva elección. Y los demás partidos lo replican.
El PRI y los racistas de Chalottesville muestran dos caras conocidas. En los Estados Unidos de América, una careta monstruosa de fascismo y desigualdad. La del PRI, sin ser fascista, es cruel. Es la cara de un México en el que impera aún la frase que define a este partido desde hace ocho décadas: «A balazos llegamos y los votos no nos sacarán». La imagen cruda de un México en el que el fin justifica los medios; en el que la transición y veinte años de elecciones organizadas por ciudadanos no han servido de mucho. El país, como desde hace ochenta años, puede esperar. Y la crueldad es mayúscula si se piensa que la clase política, la «intelectualidad» y una buena parte de la ciudadanía se alistan a aplaudir ese proceso.
El gran pecado de la transición mexicana fue que nunca acabó con el PRI -como cultura política y como partido. Y no eso. O es responsabilidad exclusiva del ortodoxo. Por eso el dinosaurio sigue allí, como el futuro que nos alcanzó en forma de pasado.