Reformas no estructurales

 

La clase política se une cuando encuentran caminos comunes. Estos suelen ser el ansia de poder y la necesidad insaciable de llenarse los bolsillos sin esfuerzo. 

En esta ocasión, los políticos mexicanos han aprobado la reforma fiscal propuesta por el Presidente Enrique Peña Nieto. No falta quien califica la reforma de hito; son ingenuos que creen que las reformas “estructurales” impulsadas por el Presidente son muestras de un nuevo México. En la realidad, son signo de una capacidad de acuerdo, pero no de la calidad de lo convenido.

Como se ha sostenido en este espacio, la única reforma que en realidad preocupa al Presidente es la energética. En ella se juega su prestigio como ejecutor neoliberal de excelencia. Las demás reformas son pequeños parches, que los distintos partidos avalan, sin importar la trascendencia real de lo aprobado.

Desde el año 2000, las bondades de las distintas reformas fiscales son atractivas en el discurso, pero poco efectivas en la realidad. Para no ir más lejos, el propio Secretario de Hacienda defendía como cruzado convencido que el país tendría un crecimiento económico del 4% durante el presente año. La realidad es que el país sólo crecerá el 1% en el mejor de los casos, por no hablar del desempleo como constante o que el poder adquisitivo del salario del mexicano ha decaído un 25% en los últimos 6 años.

En este panorama, no sirve de mucho una reforma fiscal que controle de mejor forma el ingreso de los ciudadanos que trabajan formalmente. La reforma sigue dejando de lado la inclusión de los millones de mexicanos que trabajan en la economía informal. Todo mundo sabe el remedio, pero nadie se atreve a recetar el medicamento. Al contrario, algunos aspectos de la reforma incitan a que una buena parte de la población continúe sumergida en la economía informal, porque los incentivos para ingresar a la economía formal son poco atractivos (un estrangulamiento brutal al pequeño y mediano empresario) y las ventajas de la economía informal (la subsistencia, como primer elemento) son más atractivas a pesar del ostracismo económico y social en el que viven millones de mexicanos.

Le reforma fiscal de Peña Nieto no es el gran revulsivo que necesita el país. Peña, Videgaray y quienes la aprobaron, lo saben. La desaparición del IETU o la aplicación de distintas tasas del ISR conforme al ingreso de las personas son pasos ínfimos. El doble discurso que emplea el gobierno mexicano es demoledor para la clase media que sostiene fiscalmente al país: no habrá un crecimiento real del empleo formal (la tasa de desempleo va a la alza) y la condonación de impuestos a las grandes empresas (3,000 millones de pesos a Televisa, por ejemplo) son botones de muestra de que los ingresos no son el mayor problema.

Con esta reforma fiscal, el país navega en el mismo rumbo y en el mar de las mediocridades. La clase política se refleja en él. Pequeño cambios en la realidad, con gran estridencia y espectáculo mediático. El signo del gobierno peñanietista, acompañado por una oposición que no es tal, sino que se ha vuelto comparsa de los cambios de poco calado y de mucho rating (el parámetro del gobierno actual). 

El doble discurso peñanietista espanta: por una parte criticó durante años a Calderón y sus instrumentos fiscales, pero utiliza los mismos que el ex-Presidente. En esencia, es la clase política de siempre: la que sostiene que ésta es la gran reforma, pero que sabe que sólo se trata del canto de las sirenas para el contribuyente mexicano. 

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