En cinco, diez o quince años habrá un consenso de lo que algunos saben, otros sospechan, otros callan y otros ignoran: las reformas que impulsa Peña Nieto y que alaban tirios y algunos troyanos, ni son la panacea ni resolverán cuestiones vitales en un país que se desangra, por más que el Presidente las defienda con artículos de dudosa autoría.

Las reformas de Peña y la “concertacesión” formal que han llamado Pacto por México, poco contribuirán al desarrollo del país. La única reforma esencial en todo este galimatías mediático es la energética. Es la que le exigen (sí, exigir es el verbo) las grandes compañías petroleras a través de sus gobiernos (creo que nunca lo he dicho mejor).

Pero todas las reformas tendrán un resultado desalentador; mediocre.

La razón es que se equivocan de cura porque el diagnóstico es incorrecto o lo ignoran a propósito.

Fiel a su esencia, Peña trata de cambiar la imagen del país con una batería de reformas que no atacan el mal superior del sistema, que es la corrupción, sino que tratan de aparentar que todo ha cambiado. Lo que cambia, es cierto, es el discurso. Ya no se habla de los muertos, lo que no quiere decir que no los haya un día sí y otro también.

La imagen, pues, es lo que importa.

La corrupción, como eje transversal, es el cáncer de la cúpula política que hoy gobierna. No la atacaron ni la atacarán: sería darse un balazo en el pie. El país no es una democracia porque el centro de poder está en una élite política que utiliza el sistema para conservar sus privilegios y canonjías. Es una clase política cada vez más millonaria y cínica.

Así, una reforma fiscal que genere un mayor ingreso será poco efectiva si los gobernadores de los Estados siguen siendo virreyes. El problema no es sólo cuánto dinero ingresa, sino cómo se gasta. Y mientras los índices de corrupción sean tan elevados, mientras Montiel, Moreira, Granier, Yarrington y Marín sigan impunes, el cambio es sólo discurso.

A Peña alguien le susurró al oído que los cambios legislativos eran necesarios para transformar al país, pero le ocultó que es sólo una pequeña parte de la solución, porque leyes y buenas intenciones no son suficientes para distribuir la riqueza de mejor manera y dotar al Estado de mejores instrumentos para regular la economía de forma eficiente. En México, el mal económico y social por antonomasia es la desigualdad y ese aspecto sólo lo quiere atacar el gobierno de Peña con un programa de combate a la pobreza que parece plataforma de empresas que venden alimento chatarra. Una barbaridad, por decir lo menos.

La reforma que en materia financiera se quiere emprender y la reforma energética son muestra de la ceguera de Peña y sus asesores de la experiencia de la crisis del 2008. Debilitar al Estado en lugar de fortalecerlo en materia económica y energética: esa es su  apuesta. Todo lo contrario a la necesidad de un Estado fuerte en materia económica que debió ser la principal lección de la crisis de la primera década de este siglo. O se ignora ese aspecto o quieren pasarlo por alto.

Las reformas emprendidas tratarán de hacer un balance de ingresos y egresos, pero eso no significa que en un futuro ese balance sea negativo y no haya instrumentos para revertir esa tendencia. Peña y Videgaray están preocupados por los ingresos y la productividad, cuando deberían estar preocupados por la desigualdad y la pobreza. En los últimos diez años, los ingresos petroleros se triplicaron y las remesas se duplicaron, pero la inversión en infraestructura sigue siendo deficiente, la pobreza sigue en niveles de la época priísta y el poder adquisitivo de las personas decrece cada quince días con el eufemismo llamado “gasolinazo”.

La pregunta es hasta cierto punto inocente ¿Por qué quieren más dinero, cuando durante lustros han demostrado que no lo saben gastar?

El consenso se dará porque no se puede ocultar el sol con un dedo. Si los índices de pobreza, desigualdad y la disparidad económica siguen siendo la constante y la corrupción y la impunidad la característica del sistema, no habrá mucho qué alegar.

Entonces ¿por qué seguir con el mismo discurso de antaño? Salinas, Zedillo, Fox y Calderón, todos, han dejado la silla diciendo que sus programas funcionaron, pero resulta ser que la pobreza alimentaria, de capacidades y patrimonial sigue siendo vergonzosa en un país cuya clase política cree pertenecer al primer mundo. Nuestro sistema de salud, educativo, la ausencia de infraestructura en telecomunicaciones, el saqueo a Petróleos Mexicanos y elecciones costosísimas y poco confiables deberían ser argumentos suficientes para que, por una vez, la clase política no pida más, sino ofrezca hacer más con lo que tiene.

Se han llenado los bolsillos y eso es evidente.

Pero ahora, por un encarcelamiento y ciertos acuerdos poco sustanciales quieren una nueva entrega. Son como aprendices de los asaltantes de bancos, que piden manejar empresas de transporte de dinero, aunque en los últimos sexenios se ha perdido demasiado en cada entrega. Alegan, a su favor, que ahora la ahijada de Al Capone está en la cárcel, aunque, a la sociedad que entrega su confianza, de poco le sirva.

Piden entregar la cabeza al verdugo, cuando tiene la espada desenvainada; todo es por el bien del futuro sacrificado. Amén.

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