Para la mayoría de políticos y sus aplaudidores, la tragedia de Teuchitlán se reduce a señalar en qué gobierno se inició o qué gobierno consintió el desarrollo de un lugar de exterminio donde el crimen organizado mató a cientos de personas. Con solo conocer los detalles revelados por madres buscadoras y medios de comunicación, la sociedad mexicana se estremece.
Esos políticos no miran el bosque que se incendia, sino que se contentan con señalar quién inició o propagó el incendio. Esta sociedad, sobra decir, merece mucho más y su visión tiene que ir más allá de la mirada rancia e interesada de los grupos políticos que buscan señalar a sus adversarios.
El espectáculo es desgarrador. Cientos de pares de zapatos, ropa y algunos testimonios son suficientes para imaginar el horror que sufrieron quienes fueron llevados por la fuerza o mediante engaños a ese centro de exterminio, y ni qué decir de los miles de familiares que sufren a diario una ausencia que es peor que el homicidio: les escuece el alma a diario porque la desaparición forzada es una tortura diaria, silenciosa e inmisericorde.
Lo mínimo que merece la sociedad mexicana es hacer un alto. Es claro que el Estado ha permitido el crecimiento del crimen organizado y ha alentado la impunidad que afecta a todos, incluso a aquellos que creen que son inmunes. Pero hay que ir más allá de los señalamientos.
¿Qué decir o qué hacer después de San Fernando, después de Ayotzinapa, después de Teuchitlán? Probablemente solo haya que volver a los conceptos básicos: a construir y consolidar un Estado de derecho que fue el gran pendiente de la transición democrática. A distinguir lo bueno de lo malo, a criticar el estilo de vida fuera de los cánones democráticos; a señalar que la vida del esfuerzo es el camino, aunque a nadie haga rico de la noche a la mañana. A criticar los excesos del gobierno coludido con el crimen organizado, y a tejer redes de organizaciones democráticas que incidan en la cultura, en el arte, en la dignidad y en el reconocimiento de las otredades que conviven en las sociedades.
La última película de Walter Salles, Aún estoy aquí, puede servirnos de guía. Hay que hacer un corte de caja, juzgar a los responsables (sin ser ilusos: no será fácil, no será pronto y tal vez a la mayoría de pillos no los veamos en el banquillo de los acusados, aunque debemos intentarlo) y, acto seguido, sonreír y tratar de levantar este país. No significa ser indiferentes ante la tragedia. Significa tratar de construir sin resentimientos. La reconstrucción no puede hacerse desde el señalamiento de los culpables como pilar de la nueva casa de se construya; la nueva sociedad.
La construcción se debe lograr a partir del reconocimiento de los aciertos de unos y desaciertos de todos. Los puritanismos terminan en la nada. Solo las imperfecciones logran consensos.
No es tarea sencilla ni es tarea de pocos. Mucho menos es tarea de unos cuantos años. Costará una generación inculcar en los niños y en los jóvenes que el dinero fácil y los medios ilegales no son la respuesta a nuestras carencias. En todo caso, se necesita mirar hacia adelante y construir una sociedad a partir del rigor del Estado de derecho y de la igualdad entre todos. Las exclusiones de unos u otros por razones ideológicas no construyen democracia, sino totalitarismos. Las exclusiones son propias de comunistas y fascistas trasnochados que, por desgracias, hoy ocupan muchas posiciones de poder en diversas latitudes.
Sonreír a partir de la desgracia parece un sinsentido, pero es la sonrisa basada en la dignidad. Los maleantes nos pueden quitar vidas, pero no la esperanza de que podemos construir un país mejor.
Habrá que llorar a los muertos, juzgar a los responsables y luego (re)construir esta sociedad. Y sonreír.
(Texto publicado el 17 de marzo de 2025 en El Sol de Puebla)