Los partidos políticos le dan la espalda a los ciudadanos. Los procesos internos para elegir a los candidatos de los partidos políticos, de cara a las elecciones de 2024, tuvieron una característica: la ausencia de los ciudadanos en la elección de los candidatos. Además, los partidos siguen teniendo ciertas élites que los dominan desde hace lustros y no dan paso a opciones ciudadanas que permiten refrescar las ideas y a la clase política de esos mismos institutos. En este último punto, el PRI es el ejemplo más perturbador: están dispuestos a morir, pero no buscarán renovarse.

Los partidos quieren a los ciudadanos para que emitan su voto cada tres o seis años, y para que (vía el pago de sus impuestos) mantengan a esos institutos políticos y a sus élites. Nada más y nada menos.

De quién más sorprende esta actitud es del frente opositor. Al inicio del proceso interno para elegir a su candidata a la presidencia la República, presumía con orgullo un talante ciudadano, en oposición al gobierno que se cerraba en sus élites partidistas para escoger su candidata presidencial. Pero esa unión de la oposición con la ciudadanía se fue diluyendo, desconcertando a quienes pensaban que era un proceso disruptor. Nada de eso: lo que sucede y lo que pasa en el frente opositor, es que los tres dirigentes de los partidos que lo integran terminaron decidiendo todo. Lo que se pensaba ciudadano terminó siendo tan elitista como el partido que tanto criticaba.

Los procesos del partido en el poder y el de la oposición terminaron siendo una farsa democrática, si se considera la nula participación de los ciudadanos (por más que el partido en el gobierno presuma que las preferencias en una encuesta sustituyen al voto ciudadano). Los partidos terminaron imponiendo a sus candidatas, y haciendo una suerte de repartición de poder entre los perdedores, digna del partidazo (el PRI) en sus momentos más autoritarios, pero poco democrática, si lo que se espera son procesos abiertos en los que los ciudadanos participen de manera activa y que sustituyan, en determinado momento, a las élites de los partidos.

El partido en el poder simula que escucha a los ciudadanos, pero está más cerca de ser un partido-Estado, en el que el mandamás es el Ejecutivo y los subordinados van alcanzando ciertas posiciones, de acuerdo a las simpatía y cercanía que tengan con el jefe del partido y del Estado, que son la misma persona. La historia del siglo XX en este país.

Morena es muy similar al PRI en los años setenta. Ni siquiera se puede afirmar que sea más cercano al PRI de 1988, pues en ese momento hubo una ruptura al interior del PRI que denotaba el descontento entre sus seguidores y entre los grupos dominantes de ese partido. En Morena, en el año 2023, no puede decirse que eso pase, pues no hay ruptura, nadie quiere enfrentarse al presidente, y nadie quiere contravenir lo que el jefe del Ejecutivo determine. La reaparición de una cultura autoritaria que parecía cosa del pasado. Por supuesto, en todo este escenario, el ciudadano está ausente. Las candidaturas y los premios de consolación (otras candidaturas) se determinan por el jefe del Estado. Los ciudadanos no solo están ausentes, sino que incluso las reglas que simulan democracia para elegir a los candidatos del partido oficial estaban elaboradas de forma tal que, si una cierta preferencia no concuerda con la voluntad del líder del partido y del Estado (caso Harfuch), esa supuesta preferencia podía no ser tomada en consideración.

Del lado opositor las noticias no son ni más ciudadanas ni más democráticas. A la candidata presidencial le han impuesto (o ella ha escogido) a una serie de personajes que formaron parte de gobiernos panistas hace más de una década, y que vuelven sin rubor y sin haber escuchado el clamor en 2018: el hartazgo que llevó a López Obrador a la presidencia fue un grito en contra de la clase política que había gobernado el país durante los 30 años anteriores a esa fecha. Por eso, que personajes como Creel, Cortázar, Consuelo Saizar o el mismo Ricardo Anaya estén listos para ocupar espacios en la campaña y en un hipotético gobierno de Xóchitl Gálvez, o para incorporarse al poder legislativo en 2024, es también un desdén hacia la ciudadanía. La candidata y su partido no se han enterado que si se plantea la disyuntiva entre el PAN del pasado o Morena, además de ser un error estratégico bárbaro (dado que no mira el futuro), es un acto de egolatría y sordera política: pensar que 2018 fue sólo una anécdota.

Que los mismos de siempre quieran encabezar un camino democrático que transforme la política y a la clase política del país, es un desprecio hacia el ciudadano que ha hablado con claridad en 2018 y, de ser necesario, lo volverá a hacer en 2024. Eso no querrá decir que esté de acuerdo con todas las políticas y acciones de este gobierno, pero reafirmaría que no quiere de vuelta a aquella clase política que gobernó los primeros tres sexenios del siglo XXI.

Tanto al partido oficial, pero sobre todo a la oposición, bien les valdría reconocer y conducirse bajo una lógica más ciudadana y democrática. Más temprano o más tarde, las señales de desprecio que mandan a la ciudadanía se revertirán en su contra. Temprano (2024) o tarde (2027, 2030).

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