Pasa en la vida, en la política y en el país: la peor parte de equivocarse es obstinarse en demostrar lo contrario. Peor aún cuando sólo quien yerra cree sus palabras y argumentos. Esa es la imagen que se percibe en México: un país en el que se dice que “las cosas” mejoran, pero los hechos demuestran lo contrario.
No basta que el Secretario de Hacienda o el propio Presidente de la República afirmen que la economía del país está en plena recuperación. Han tenido que recular porque afirmaron con con obstinación que la reforma fiscal, que impulsó el Pacto por México, acarrearía los beneficios que demanda el país. Después de un año y medio de gobierno, señalar a la anterior administración como responsable del desastre económico es un argumento poco creíble y se esfuma de manera innegable. Lo cierto es que la administración de Enrique Peña Nieto logrará un crecimiento económico menor a la administración de Felipe Calderón. Los calderonistas podrán festejar, pero la realidad es que las cifras son para elevar el grado de preocupación. Si las cifras de Calderón eran malas, las de Peña son peores. Esa es una lectura más justa.
No obstante, la cuestión económica es sólo un botón de muestra de la grandilocuencia del Pacto por México, que poco efecto tiene en la realidad del mexicano de a pie. La inseguridad sigue siendo un terrible vecino con el que la sociedad mexicana se ha acostumbrado a convivir. La reforma educativa no trajo transformación alguna en el modelo educativo, sino que cambió al “capataz” de los maestros sin que la calidad de la educación, la capacitación de los profesores y su evaluación tuvieran una mejora real. Por otra parte, la reforma laboral no ha logrado la conversión del trabajo informal hacia la formalidad. Por el contrario, se ha acentuado la división clásica y discriminatoria entre trabajo formal e informal, debido a los pocos incentivos para aquellos patrones que contratan de manera informal. La reforma no atendió esa necesidad de incentivos y sigue siendo letra muerta para acabar con una práctica que encubre la pobreza y desigualdad del país.
De igual formal, las joyas de la corona son las legislaciones en materia de telecomunicaciones, política y energética. En su discusión se puede advertir un desaseo brutal tanto del gobierno como de los partidos políticos, intereses privados que maniatan a legisladores o distracciones burdas como discutir las reformas durante el mundial de fútbol hablan por sí sola. El resultado que podemos esperar dista mucho de beneficiar al ciudadano.
Así, la situación del país es reformista, pero poco eficaz. Hemos pasado de la inmovilidad política que caracterizó el gobierno de Calderón a un Pacto que impulsó hacia ninguna parte al nuevo gobierno. Peña y su equipo saben que las reformas no fueron la solución, pero se empeñan en mostrar las bondades del Pacto por México. Presumen el logro de pactar, aunque no puedan mostrar resultados satisfactorios gracias a esas reformas. Han malentendido el quehacer legislativo y reformista con la aplicación efectiva de la ley y la implementación de políticas públicas. El discurso es encantador, la realidad es devastadora.
El autoengaño significa empeñarse en mostrar que la vida en el país es color de rosa, cuando la sangre, la economía, la inseguridad y la corrupción son bofetadas que levantan con besos envenenados a la bella durmiente mexicana, esa que Peña y compañía se niegan a mostrar, pero que la realidad exhibe a diario. Habrá que esperar un triste momento: el que trae el tiempo y en el que comienzan los lamentos por las oportunidades perdidas y las consecuencias sufridas. No parece ser otro el destino de este periodo reformista, aunque el gobierno se engañe con los logros de un pacto que no lleva a buen puerto; si acaso, permite seguir navegando en el mar de las incertidumbres. Y los días siguen transcurriendo y las oportunidades siguen desaprovechándose. La triste realidad de un país con demasiados sueños y pocas (y crudas) realidades.