El sistema de partidos actual morirá en 2024. Cualquiera que sea el resultado de la elección del 2 de junio, la concentración de poder que se vislumbra, la plataforma de los partidos y las preferencias ciudadanas respecto de los mismos, harán necesario un ajuste, que será aún mayor en la oposición, cuyas dirigencias deambulan sin saberlo.
El PRI y del PAN han perdido casi todas las elecciones a gobernador a las que se han presentado últimamente. Para hacer más explícita la catástrofe, Morena no gobernaba una sola entidad hace seis años. Solo los simpatizantes y algunos militantes prianistas tomaron nota del Waterloo de la oposición que significó el sexenio de López Obrador, porque las dirigencias del PRI y del PAN arengan a una militancia que los mira con perplejidad porque sus dirigentes parecen bailar y festejar al ritmo del cuarteto del Titanic.
El PRI, viejo lobo de mar, se resiste a inhumar sus restos, aunque solo quedan los camareros de la fiesta en el salón de eventos priista. Lograron arrebatarle a Acción Nacional una buena cantidad de Senadores que les augura tener un grupo parlamentario en las Cámaras en la próxima legislatura, pero su poder -el gobierno de las entidades- se ha esfumado. Su acta de defunción tiene fecha: junio de 2023, cuando perdieron el Estado de México y Oaxaca. Su poder es secundario y fungirán como comparsa de Morena o del PAN, y de ahí podrán seguir succionando la ubre presupuestal, pero nada más. Fueron incapaces de mirar que la fiesta había terminado y que, en todo caso, debían cambiar de salón, de conjunto musical, de invitados y hasta de colores, pero se empecinaron en sostener la flama nacionalista y no se dieron cuenta que López Obrador se las había arrebatado.
El trauma en Acción nacional puede ser memorable el primer domingo de junio. Aspira a conservar Yucatán y Guanajuato, pero poco más. No le arrebatará una sola gubernatura a Morena y su dirigencia pensó que era buena idea compartir el mismo número de curules que el PRI en la próxima legislatura, sobre todo en el Senado. En este último, la negociación de la dirigencia panista fue triunfalista y pueril: el PAN «regaló» al PRI 14 senadores que entrarán a la Cámara Alta por el principio de primera minoría (partido que postula a quien queda en segundo lugar de la contienda por el Senado en cada estado), mientras que el PRD tendrá dos senadores y Acción Nacional aspira a tener solo once aspirantes por la vía antes mencionada (en el mejor de los escenarios) que aunados a sus triunfos en algunos estados le auguran una bancada con 16 o 17 senadores. Los números desnudarán al pequeño Marko Cortés: Acción Nacional tendrá menos senadores que en 2018 y el PRI tendrá más, a pesar de la disparidad en sus votaciones.
En este sentido, lo que el PAN no entendió en 2018 tendrá que asumirlo ahora: su alianza con el PRI, su falta de renovación de candidatos y su pésima dirigencia nacional le harán pasar un periodo crudo entre 2024 y 2027, como mínimo. Vendrá la hora en que Anaya y su grupo de «wannabes» den paso a nuevos liderazgos, porque lo que han hecho durante los diez años que han controlado el PAN ha sido sencillamente desastroso. El PAN es un partido viejo, sin rumbo y sin gente con capacidad para enfrentar a gobernadores y ni qué decir al presidente. Se han conformado con la burocracia dorada del partido o de algunas alcaldías y nada más. O se renuevan o su destino será el mismo que el PRI.
Lo anterior no es una buena noticia si se mira la consecuencia lógica de esta catástrofe opositora: la concentración de poder en manos de Morena. Y no porque un partido no pueda tener el arrastre y la simpatía de la población, sino porque el partido de López Obrador se comporta como un movimiento donde todo se decide en el centro y por una sola persona, y porque las señales que da Morena hacen parecer priista al partido de AMLO y no una opción moderna de izquierda.
Morena irrumpió en 2015 como una opción que se distanciaba del resto de partidos porque estos cocinaban el Paco por México para transformar al país. PRI, PAN y PRD impulsaron al menos cinco reformas que transformarían al Estado mexicano. La energética, la reforma fiscal, la reforma en telecomunicaciones, una reforma educativa y una financiera fueron los ejes a partir de los cuales los partidos tradicionales arrasaron en las votaciones en la Cámara de Diputados y en en el Senado a quienes se oponían a las reformas por su cortoplacismo, su entreguismo o su inviabilidad por cuestiones políticas, económicas o sociales.
Si Morena era claramente la opción contraria al Pacto por México, después de cinco años de gobierno de López Obrador puede decirse que eso quedó atrás. Las reformas educativa, financiera, en telecomunicaciones y fiscal del Pacto por México han quedado prácticamente intocadas. Solo la apuesta energética del presidente contrasta con lo ofrecido por el peñanietismo.
Lo que ha consolidado Morena en cinco años ha sido el militarismo, la concentración del poder en temas del sector salud y en el gasto público. ¿Eso distingue a Morena respecto de lo que los partidos tradicionales ofrecían como solución en el referido Pacto por México? No del todo. Morena ha acrecentado el poder de los militares, pero este poder ya era abrumador en el peñanietismo. En todo caso, se ha vuelto omnipresente.
La concentración del gasto público y del poder en el sector salud es el eje de la política pública obradorista. ¿Lo continuará Sheinbaum? No existen incentivos para que deje un poder que le hereda el hoy presidente y que es una mala noticia para gobernadores, alcaldes y demás autoridades en los estados: todo está supeditado a las grandes obras que decida el gobierno central.
En esa maraña, Morena también cambiará después de la elección de 2024. Está cerca de entrar en un proceso autodestructivo como en su momento lo hizo el PRI o el PRD. El poder atrae, pero también divide, y en muchos lugares el partido de AMLO ha dado paso a personajes impresentables del priismo y del panismo para lograr el objetivo de obtener gubernaturas o alcaldías. Es la lucha del poder por el poder, pero Morena se parece al PRI que aglutinaba a todos y que solo implosionó cuando desde sus entrañas surgió la disidencia que lo convirtió en un partido pequeño 24 años después de haber perdido la presidencia en el año 2000. La clave está en la institucionalidad: el partido de AMLO no tiene claro sus principios (eso lo demuestra el militarismo) y está agrupando a quien se diga arrepentido (sobre todo priistas) sin ton ni son. ¿Hasta cuándo será necesario aglutinar a cualquiera que aspire a algún cargo y tenga cierto capital político? Los límites los pone el partido del presidente, pero es claro que está desdibujando su figura como partido opositor a los partidos tradicionales. Morena camina hacia convertirse en un partido sin ideología ni principios ni enemigos. Y puede ser más complicado de lo que muchos creen: los principios y la ideología guían. Quien carece de ellos no sabe hacia dónde se dirige. Y ese parece el destino del partido de AMLO.