Mi amiga Macchia escribe en su muro de Facebook un texto que aquí se reproduce íntegro. Lo ha escrito a la media noche de un viernes de un día de junio del año que transcurre:

«Cierra la puerta (otra se abre). Ahora estás solo.

Michel de Montaigne tiene un lúcido ensayo titulado “Filosofar es aprender a morir”.

Lo he releído muchas veces y siempre encuentro algo nuevo que me conmociona.

Entre citas de Séneca, Luciano y Cicerón, puedo perder (o ganar) horas.

Y pienso que el filósofo debe poseer dos atributos esenciales para poder dedicarse al pensamiento: ser rico (o tan pobre que no necesite más que su cabeza para sobrevivir), y mucho, mucho tiempo libre para ir levantando de la oscuridad un mínimo rayo de luz.

Cierro el mamotreto de Montaigne. Estoy completamente sola en casa. Entran ruidos de autos y de grillos y de gente que habla cuando camina. La ciudad vive. La ciudad tiene su propia pulsación (tremenda). La ciudad nos acompaña como un monstruo invencible de mil cabezas. Los monstruos a la larga dejan de serlo y se vuelven dóciles. Llegamos hasta a amarlos.

Hay dos momentos en el día que me aterran: el primero es cuando acabo de tomar el primer café por la mañana y cuelgo el trapo que uso para limpiar mis muebles. Como a eso de las 9. El sol está muy lejos de ocultar mi sombra porque no ha llegado a su punto más alto. Y tiemblo al ver ese “otro yo” que es o muy pequeño o muy grande sobre el suelo. Ese yo que es mi sombra y no puedo atrapar, y si la piso, no se queja. Entonces sé que el día ha comenzado, ¿y qué hago? ¿Qué parece qué hago?

Lo que hago mecánicamente es sentarme en la sala como si fuera a recibir visitas, y sin embargo, nadie llega. Silencio. A esa hora la ciudad no ruge: los niños no gritan, los carros pasan más espaciados, los vecinos van a la oficina.

En cambio yo estoy en casa, ahuecando el sillón donde me siento a pensar y a escribir (tonterías por lo general).

Los vecinos no me conocen y seguramente murmuran: “esa mujer no hace nada. Su carro siempre está en el mismo sitio y sólo se escuchan sus pasos que van y vienen de la cocina a la sala. Ella debe tener dinero o debe ser hija de papi o debe ser puta o debe ser becaria o díler o aviadora. Y no soy nada de lo anterior. Mi trabajo es engañoso porque surge de un lugar sin nombre y es mal remunerado y te achata las nalgas y acaba con tus dientes y con tus pulmones y con tus riñones. Y esos vecinos jamás dirán “ella es escritora”. ¿A quién le importa eso? Los escritores, para la gente que se mueve y va a la fábrica o a la dependencia de gobierno o al hospital, son huevones profesionales. Parias que maman de la ubre de las secretarías de cultura…

El segundo momento complicado es justo este: antes de medianoche, cuando ya las fuerzas merman y los ojos están rojos y se han terminado los cigarros y no hay quien te llame para salir, porque los que salen llevan mucho tiempo ya fuera festejando. Y tú, que trabajas con las palabras y los libros y esas cosas que realmente no sirven para nada, no tienes sueño pues la cabeza no se te ha enfriado y la escena que no cuaja para tu historia te persigue como un espectro de capa negra diciéndote: “eres imbécil y mediocre y gordo y patético”.

Es en este preciso instante cuando quisieras recular de tus aspiraciones y tus veleidades artísticas, y salir a bailar o a cenar, o ya ni eso: cuando quisieras que aquellos que te han olvidado porque eres un paria que escribe libritos que nadie lee y has dejado toda tu vida atrás por hacerlo “bien”, a ellos, es justo a aquellos que viven y se trasnochan y no piensan en Montaigne ni en la mano del muerto de Pompeya, a quienes quisieras invitar a tu casa, solitaria, silenciosa, ordenada y pulcra, para que la desmadren y griten y se orinen en tu alfombra.

Pero no. Michel de Montaigne nos enseña que filosofar es aprender a morir. ¿Y no es acaso ese “aprendizaje” el más puro y sintético acto de vivir?

Yo creo que estar solo es aprender a vivir, y ya sabemos que viviendo es la única forma de morir un día.

Estar solo es complicado cuando no te reconoces. Cuando lo único que sabes de ti es lo que dicen los demás o lo que te dice un puto espejo.

Estar solo es cerrar la casa y escuchar tus propios pasos, cansados o nerviosos. Oír tu sangre dentro del cuerpo cuando el último carro pasa.

Estar solo te confronta con tu propia miseria y tu propia soberbia y tu propia arrogancia.

Estar solo es la mejor manera de medir tu estupidez sin hipocresía y sin que algún alma piadosa te diga: eres el mejor

También estando solos descubrimos que los temores que no recogen ecos de otras voces que los catalicen, mueren.

Estar solo es no depender de esos ecos, de esas voces.

Estar solo es aprender a morir.»

Alejandra Gómez Macchia

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