«Se levantó de la cama. Se puso un indescriptible —maravilloso— batín que le sería útil para siempre.
—Echa un volado. Ya viviste lo que te tocó en esta etapa de tu vida. No la prolongues…
Traté de sonreír, de interponer un “pero”. Simonetta me silenció con un gesto de la mano.
—No la prolongues. Ya tuviste lo que debiste tener. No cruces la raya. No abuses de tu suerte.
—Tú eres mi única suerte —dije un poco idiotamente.
Ella sonrió.
—Los jóvenes airados, los “angry young men”, terminan en “silly old men”, viejos idiotas, si no abandonan a tiempo la juventud. Mira a tu alrededor. Hombres de cincuenta, sesenta años, bebiendo en la barra del 1-2-3. Hablando de sus conquistas amorosas porque sus acciones no hablan por ellos. Cortejando el ridículo. Prolongando una juventud que se fue sin ganar la vejez que se les viene encima.
Cómo recuerdo su mano acariciando mi mejilla con una ternura tan ajena a la pasión de hace una hora apenas.
—Terminado. Junta lo que aprendiste, olvida lo que no supiste y sé tú mismo, no le debes nada a nadie salvo a tu propia persona porque hoy, querido…»