Un hombre corre desesperadamente detrás de un autobús. Implora que se detenga. Grita. Se desgañita. Tiene voz imponente pero se ahoga en su desesperación. Suplica. Está a punto del llanto y la voz ya no le sale para pedir al chofer que detenga el paso. Es demasiado tarde.

Usa un pantalón gris que lo acompañará hasta el día en que un auto lo arrolle a la orilla de la carretera. La camisa blanquísima que viste con elegancia le estorba a cada zancada llena de desesperación y frustración.

El autobús lleva consigo sus maletas; su baúl; lo único que simboliza la propiedad que ha acumulado en años.

Después de un par de minutos de persecución, se da por vencido. El autobús escapa con sus pertenencias. 

Regresa al centro del pueblo. Lo esperan sus hijas y su mujer. 

Todas lloran al ver sus ojos cristalinos. Su cara de angustia ha borrado, como pocas veces en la vida, su gesto amable y encantador.

Después de dos días de camino, por descuido de ellos y maldad de algún bribón, han perdido lo único que traían consigo.

El autobús se ha llevado sus maletas preparadas con más angustia que ropas. No les queda nada. No tienen dinero. No conocen a nadie.

Pero él tiene trabajo. Tiene un lugar a dónde ir. Será su guarida y su hogar en los próximos años.

No lo saben aún pero levantará una familia.

Su nombre es Pedro.

La fábrica es La Guadalupana y su hija conocerá la bondad de su padre y a cambio le enseñará el abecedario hasta que él aprenda a leer.

Ella me cuenta la historia.

Es su memoria, distraída, y a veces perdida, la que recuerda cada detalle de su padre corriendo detrás del autobús. Sigue sonriendo mientras su mirada se extravía.

Así vivirá hasta el final de sus días: mirando hacia delante sin saber el daño que le han inflingido detrás.

Es una familia en ruinas. Pedro vuelve a recobrar su sonrisa para caminar rumbo a su nueva casa.

De ella saldrá para jugar al béisbol y tiempo después para regresar al pueblo que había olvidado.

No pasará un día sin que su memoria lo devuelva a la carrera tras el autobús.

Porque algunos pierden sueños y otros pierden recuerdos, las fotos de sus padres, el regalo de su madre o los vestidos de sus hijas.

Pero Pedro levantará una familia.

Su hija me lo cuenta sin congoja ni llanto. Las lágrimas se le secaron un cuatro de marzo.

Ella sonríe y camina. Sus pasos son lentos.

En su gesto, la vida ha sido un suspiro. La recuerdo hoy, en la época en la que la mentira abunda y los resentidos están de plácemes. Recuerdo a mi abuela trabajar; sonreír; Olvidar.

Ella es como las espigadoras del cuadro de Millet. El cuadro cuya foto colgaba en su pared.

Las espigadoras viven alrededor de inequidades. Pero hasta el último de sus días mi abuela destila bondad, y vuelve al trabajo; vuelve a recoger espigas; vuelve a comenzar. Como Pedro lo hizo ochenta años antes. Nunca echa la mirada hacia atrás.

Deja un comentario