Con la oposición devastada y reducida a mínimos, en términos electorales, al partido en el poder se le abre un abanico grandioso y peligroso. La situación tiene una ventaja innegable: hay un mandato claro (aunque ellos lo duden) para impulsar políticas sociales que redistribuyan la riqueza. No significa que las que ha impulsado sean perfectas, pero la abrumadora mayoría del país quiere reformas, instituciones y políticas que disminuyan la desigualdad.
También es una ventaja que el partido en el poder no sea rehén de los intereses mezquinos del PT y del Partiro Verde para aprobar políticas públicas o para impulsar reformas legales. El problema se presentará para cuando quieran aprobar los cambios constitucionales que se auguran: no se pueden dar sin el consenso con las sanguijuelas roja y verde que desde 2018 lucran con su poca fuerza y su presencia en las cámaras. Si no se quiere dialogar con la oposición (que representa casi la tercera parte del Congreso), la única salida es someterse a los delirios de venganza del PT y a la visión cortoplacista y pesetera del Partido Verde. La solución más sensata pasa por hacer las reformas necesarias, y que las reformas constitucionales sean producto de diálogo y acuerdo casi unánime de todas las fuerzas políticas. De lo contrario, veremos bodrios de reforma condicionadas por los “duros” del gobierno y sus incómodos socios.
Ante el poder tan grande que el electorado le entregó, Morena tiene ante sí disyuntivas importantes: el mes de septiembre, con una congreso a modo, ¿Será para saciar la sed de venganza de López Obrador o para edificar el gobierno de Claudia? ¿Qué tanto poder le debe conceder a los aliados, cuando ya bastante se les dio otorgándoles diputaciones y senadurías que por sí mismos no hubiesen alcanzado? ¿Habrá que matizar lo prometido o saciar la sed de quienes instan a imponer las mayorías de forma inmisericorde?
En última instancia, los problemas de Morena comienzan a ser los problemas de un partido con mucho poder y demasiados retos, mientras el desencanto espera en el horizonte. Su legitimidad electoral es innegable, aunque tendrá que refrendarla con la eficacia de su gobierno.
Hay un error no menor en términos discursivos en los análisis desde y sobre el partido en el poder: se disfunde sin ton ni son la narrativa de que los errores del gobierno obradorista no fueron castigados y las críticas a las que fue sometido no le hicieron mella en la elección. Parece como si Segalmex o los problemas en el sector salud no existiesen, por mencionar solo un par de ejemplos. Hay un cierto desdén hacia la crítica y, aún mas, hacia la autocrítica. Lo peor que podría hacer la 4T es asumir que la validación electoral que se le otorgó el 2 de junio hace inmune a sus gobiernos o es una aprobación total de sus políticas y decisiones gubernamentales. Bien le valdría mirarse en el espejo de Calderón.
En la calle sigue existiendo inseguridad, la corrupción es una constante, los salarios son mayores pero el poder adquisitivo es menor, los mexicanos siguen emigrando hacia Estados Unidos ante la falta de oportunidades, y el país enfrenta un sinfín de problemas que van más allá de la más reciente elección. El país no se modernizó, ni es mejor por el resultado de la elección: Morena puede caer en los errores de muchos gobiernos que le antecedieron y mirar al país como un botín, olvidándose de resolver los problemas que enfrentan los mexicanos a diario. Tiene ante sí una oportunidad histórica, pero la realidad que golpea al país es su peor enemigo, además de sus luchas internas y sus inconfesables compañías. El reto no es sencillo: su probable fracaso lo pagaríamos todos.