El Poder Judicial está abierto en canal. Como una res que se muestra al comprador, su cúpula se dividió y, como consecuencia de los embates desde el Ejecutivo, no le ha quedado más opción que mostrar sus podredumbres para tratar de ganar legitimidad y negociar una reforma judicial con el nuevo gobierno a partir del último tercio del año.
El Poder Judicial se ha desnudado y muestra la corrupción en sus esferas más altas, lo que es una constante y no una excepción. Se trata de un proceso de degradación que parece tocar fondo y que tiene múltiples orígenes: la ambición de algunos de sus integrantes, los ataques desde el Ejecutivo, la corrupción que inunda los casos más complicados (y a veces alcanza hasta los casos más insignificantes) y, tampoco hay que dejar de lado, la incapacidad de la Corte para lidiar con el peso que tiene en el sistema político mexicano.
Todo ello se desató a partir de una denuncia en contra del expresidente de la Corte y su grupo cercano, acusados de beneficiar al gobierno de López Obrador. Lo más fácil es señalar la corrupción de Zaldívar o insistir en su inocencia, pero lo sucedido en los últimos días muestra un Poder Judicial que necesita cerrar sus heridas después de extraer los tumores que lo aquejan. Necesita de una operación quirúrgica y no de un proceso para destazarlo como en una carnicería, tal cual lo estamos presenciando. Si no hay ese proceso de mejora, algún grupo saldrá victorioso, tendrán mayor o menor interlocución con el gobierno, y habrá una reforma judicial sin atacar el cáncer sistémico de la corrupción. Es decir, habrá más de lo mismo y tal vez peor.
La corrupción al más alto nivel del Poder Judicial solo sorprende a los inocentes, aunque no por ello deja de ser grave la acusación contra quien fue su líder durante los primeros cuatro años del gobierno de López Obrador. Cualquier litigante encuentra corrupción a su paso por los juzgados; si eso no cambia, este país seguirá siendo una república bananera. Personal no falta: los jueces y magistrados que hacen su trabajo con honestidad son mayoría, pero exactamente el sistema no sanciona (sino todo lo contrario) a quienes se dejan seducir por el dinero, el poder o el miedo a ser removidos de sus puestos.
No se puede minimizar la realidad: no cesarán los intentos desde el gobierno y grupos de poder para tratar de influir en los ministros, jueces y magistrados, pero la única solución es un sistema donde no se les sancione por ignorar las presiones y donde se premie la consistencia y coherencia en sus decisiones. Los políticos, empresarios y grupos de poder, buscan (y muchas veces logran) corromperlos; y seguirán haciéndolo.
El reto es mayor que la crisis: el Poder Judicial tiene que transformarse y está claro que no puede hacerlo a partir de confiar en su cúpula. El riesgo es enorme: el momento político parece favorecer una reforma que debilite la independencia del judicial y lo acerque al abismo de sujetarse a los vaivenes de la política. La clase política ha mostrado sexenio tras sexenio su desprecio hacia el Judicial y esta crisis llega en el peor momento, porque no es un problema del modelo que quiere impulsar, sino de entendimiento de los contrapesos y de convicción de las funciones que deben desempeñar los jueces. Si eso no es claro, el remedio será aún peor que la enfermedad.
Quien crea que esto es únicamente un pleito entre una presidenta de la corte y un expresidente de la misma institución no está mirando el bosque incendiado, sino solo mira a quienes sostienen antorchas y se culpan mutuamente de iniciar o acrecentar el desastre.
En lugar de buscar soluciones para apagar el fuego que abrasa la funciones de jueces y magistrados, todos tratan de encontrar a los culpables. Mientras tanto, el fuego consume y arrasa el sistema de justicia. El fuego es la corrupción y hay demasiados ministros, jueces y magistrados con antorchas en la mano.
La preocupación sobre la viabilidad de las soluciones se acrecienta cuando se mira al Senado aprobar una reforma a la ley de amparo que debilita al Judicial. La cámara alta acaba de quitar el poder a jueces para suspender normas generales que vulneren los derechos de los ciudadanos. Si esa es la tónica, la degradación del judicial será una enorme herencia de esta clase política y del gobierno en turno.
En el Poder Judicial no hay claridad sobre la estrategia a seguir para defender su autonomía: algunos piensan que solo inmolándose lograrán ganar interlocución con el próximo gobierno. Lo preocupante no es su intención, sino la falta de entendimiento del enemigo al que se enfrentan: la clase política no parece estar preocupada por respetar la autonomía de los ministros, magistrados y jueces ni para fortalecer sus funciones. Todo lo contrario. Su inocencia conmueve: el Poder Judicial se muestra cual res en carnicería y se entrega al carnicero con la esperanza de que deje de destazar a la institución, cuando es justamente lo que ansía. Ni más ni menos.