El corazón de mi abuelo se detuvo hace dos décadas. Fue la mañana más triste de mi existencia, pero visto a la distancia ese día aprendí a caminar. A pesar de mis esperanzas, nunca más volvió en sí después de que los médicos certificaron que un jueves de hace veinte años había sido su último día. Los milagros no existen y ese primer jueves de marzo lo confirmé.
Extraño al hombre fuerte que me quería con regaños y exigencias y con miles de pláticas: eran los constantes llamados para hacerme un hombre de bien, porque los grandes hombres ilustres nos llevan en hombros y, aun en su ausencia, son sus principios los que moldean nuestras actitudes y nuestros mejores momentos.
Recuerdo que nunca me dijo la razón ni yo le pregunté el motivo de por qué cada quincena íbamos a dejarle a su hermana el cheque que cobraba en la estación de ferrocarril, incluso a los 80 años. Era un cheque simbólico: la jubilación por haber sido parte de un movimiento ferrocarrilero que definió a este país hace casi seis décadas. La entereza de mi abuelo solo me incitaba a obedecer y entregar ese cheque a su hermana, quien vivía en una casa sin los mejores servicios o las comodidades con las que él vivía. El dinero no le sobraba: su premura era grande cada vez que comprábamos insumos con los que confeccionaba trajes. Ese cheque, mayor o menor, podía hacerle más llevadera alguna quincena, pero prefería que cambiara la vida de su hermana, la tierna Carlota.
Este fin de semana ha sido un huracán de recuerdos cuando he visto una película nominada a los Oscar en 2023, que tiene por título “Los Espíritus de la isla”. Los protagonistas discuten las razones de vivir; los motivos de su existencia.
Uno de los personajes sugiere que le queda poco tiempo para buscar trascender y ser recordado por algo más que tomarse una cerveza, a una determinada hora, en un bar de un pueblo irlandés recóndito y ficticio. Quiere tener tiempo para hacer música y decide no hablar más con su amigo; el otro protagonista no sabe quién es Mozart o Beethoven, pero trabaja honradamente, es una buena persona y esa cerveza, en el bar del pueblo, a las dos de la tarde, lo hace feliz porque ve a su amigo y platica con él. Su desencanto es mayúsculo porque su camarada ya no quiere hablar con él y tomarse una cerveza.
Mi abuelo era más cercano al segundo de los personajes que al primero. Sabía apreciar lo ordinario y a partir de ahí forjó su trascendencia. No trataba de ser culto, pero era culto porque escuchaba. No era grande por tratar de serlo, sino por su irredenta ayuda a sus semejantes. No intentaba ser un hombre de paz, sino que más de una vez puso la otra mejilla, dio la media vuelta y volvió a sonreír para que el mundo fuera un mejor lugar a aquel en el que él vivió y sufrió las consecuencias de una Revolución, una Guerra Cristera, y en el que ayudó a ganar una Guerra Mundial.
A veinte años de no verlo más, su ejemplo es del hombre que no se asombra con el canto de las sirenas. Como dijo Carlos Fuetes, “Ulises era el prudente”, y a su modo mi abuelo lo era. Su mástil era el trabajo, el respeto, su humanidad e incluso la caridad. Estuvo atado a esos principios hasta el último de sus días porque definían su lucha humilde y humana, la que perdura en el pensamiento de muchos, que a final también será una cuestión pasajera, pero que hace de este mundo un lugar donde esa lucha sincera y ordinaria tiene sentido con tal de sentarse en un bar, en un pueblo recóndito, a tomarse una cerveza y hablar con los demás.